Think Small
Quizá hoy pueda parecer un estilo publicitario rutinario, incluso cansino, pero cuando en 1959 la agencia Doyle Dane Bernbach (DDB) publicó para Volkswagen la campaña Think Small, revolucionó el mundo de la comunicación. Hasta ese día, los anuncios eran barrocos y con escasa sutileza intelectual. Los creativos de la DDB decidieron arriesgar y presentar el recién estrenado Beetle apelando a la ironía y el minimalismo. El resto es historia. Hoy, ningún anuncio apela a otro macguffin que las viejas pulsiones humanas, y lo hace recurriendo a estrategias conductistas que nos convierten sin apenas notarlo en sumisos perros de Pavlov. Simple, pequeño y fácil de estacionar. ¿Cómo no amarlo? La clave del éxito publicitario está en establecer una conexión invisible con el potencial consumidor basada en emociones primarias.
Cuando pensamos en necesidades primarias, al segundo se nos vienen a la mente respirar, beber, comer... Pero los artistas del número 350 de Madison Avenue, en Manhattan, sabían que los seres humanos somos más complejos de lo que aparentamos. Además de saciar los requerimientos del cuerpo, tenemos necesidades que provienen del alma. En 1959, eso del alma les sonaba a invento religioso, pero seguro que habían leído a los clásicos griegos, especialmente a Epicuro. Epicuro no creía en los dioses, pero conocía profundamente la naturaleza humana. Estamos hablando del siglo IV a.C.
Como ves, poco o nada hemos cambiado como especie desde entonces y eso lo sabían bien los creativos que iban a revolucionar el mundo de la publicidad. El ser humano, vendría a resumir el filósofo del jardín, se ve obligado no solo a cubrir necesidades biológicas, también otras que no se ven, pero tienen un efecto radical sobre nuestra salud mental. Maslow, el famoso psicólogo estadounidense, lo ilustró en su conocida pirámide. Sobrevivir es el nivel más básico. Por encima de esto requerimos satisfacer necesidades más difíciles de lograr. Sentirnos seguros y aceptados por un grupo, ser estimados y autorrealizarnos. ¿Se puede enfermar por falta de cariño o sentirse solo son quererlo? Sin duda.
Epicuro hace siglos se percató de esto y, como Maslow, puso las necesidades del alma en la cúspide de su pirámide invisible. A lo que hoy llamamos desde la psicología inteligencia emocional, Epicuro lo denominó con una palabra que es más fácil de entender: amistad. Ese pegamento que los hace arrimarnos al otro, aunque los conflictos de comunicación sean inevitables. Sacia más un rato con los amigos que un buen filete. ¿Por qué? Porque las sensaciones gustativas de un suculento menú mueren a los minutos de terminar de comer, mientras que el placer de la amistad pervive, se queda en nosotros, aunque el amigo no esté presente. Es un placer duradero; quizá menos intenso que una comida apetecible, pero duradero.
Los creativos de Madison Avenue, como apunté más arriba, sin duda habían estudiado a los clásicos y tenían conocimientos de psicología. Si no, no se entiende que dieran con la tecla que hace que un ser humano se desprenda de su dinero, comprando algo que no necesita. La clave está en la inducción emocional. Activar mecanismos primitivos a los que asociar con productos de consumo. La nueva publicidad ya no vendería solo lo que necesitas para vivir. También aquello que no sabes aún que necesitas. A veces, suelo contar a mis alumnos algunos ejemplos relevantes, como el de los dispositivos móviles. La progresiva construcción impostada de una necesidad que hoy se asume como imprescindible para desenvolvernos en la vida. Cuando apareció el móvil, los adolescentes los veían como aparatos para boomers camioneros, representantes, viajantes, ejecutivos... La posibilidad de enviar mensajes de texto cambiaría esa percepción y en pocos años todos los jóvenes del mundo tendrían un smartphone. El resto de la historia es bien conocido. Con la Coca-Cola, algo bien parecido. La compañía observaba que estaban perdiendo la oportunidad de ganar millones limitando el consumo de su líquido mágico a botellines consumidos para el ocio. La clave era inducir la necesidad de beberla en casa a través de envases de mayor capacidad. En pocos años, millones de personas consumían Coca-Cola en las comidas.
Si un extraterrestre viniera al planeta Tierra y leyera mi texto quizá pensara que somos una especie estúpida, manipulable, superficial, dominada por sus pasiones en vez del sentido común. No le falta razón, pero eso mismo que nos hace parecer ingenuos, también nos permite crear obras de arte, sentir la piel erizarse contemplando un amanecer o una mirada cómplice. Las emociones son una segunda piel. Los clásicos griegos sabían bien que lo que nos hace humanos es capaz de avivar en nosotros tanto crueldad como empatía. Al exceso de ambas lo llamaban hybris, desmesura, exceso. Si todos los días comes tu comida preferida, llegará un día en que no sepas apreciarla y te canses de ella. El placer, apreciaba Epicuro, está en la dosis.
Aristóteles, un filósofo que escribe como si lo hiciera hoy, ponía otro ejemplo facil de entender. Un deportista necesita comer más que un ciudadano que no hace deporte. Los conceptos de mucho o poco dependen de cada persona, de su naturaleza y sus hábitos. En el término medio está la virtud, pero inevitablemente el ser humano es un animal complejo. Aún sabiendo lo que tiene que hacer, no lo hace. Hago lo que no quiero y no hago lo que quiero, diría en sus cartas Pablo de Tarso.
Los publicistas se aprovechan de nuestra hybris, la manipulan sin apenas darnos cuenta, activan el ser primitivo que habita en nosotros. Y picamos el anzuelo, convirtiendo en necesidad lo que no es. Volvamos a Aristóteles. Afirmaba que no es lo mismo medicina que dermoestética. Aquélla cura, ésta maquilla, aparenta lo que no es, oculta. Nadie le hace ascos a un buen arreglo estético, pero hay que reconocer que lo que sana es un tratamiento médico eficaz. Diferenciarlo es de sabios.
Digo esto porque el texto que estás leyendo tiene su inspiración en un cartel publicitario, de esos que flanquean las paradas de autobús, que vi hace unos días. Una mano en primer plano agitaba con una cuchara cacao en polvo sobre la superficie de un vaso de leche. En la parte superior derecha, un eslogan: Parar para seguir, en letras blancas de imprenta, con la palabra seguir tachada. Debajo de esa palabra se podía leer en letra caligráfica amarilla: ser feliz! El cartel me hizo pensar. Más allá de la clara intención de vender como felicidad el prosaico placer que da paladear los grumos de cacao que se acumulan en la superficie de la leche, llamaron mi atención las primeras palabras: Parar para seguir. Imagino lo que diría Epicuro. Sin parpadear, defendería el placer de saborear un buen tazón de cacao, pero aplaudiría con aún mayor vehemencia la necesidad de parar. Y cuando habla Epicuro de parar no se refiere a darse un homenaje, entregándose con fruición a los placeres del cuerpo, sino disfrutar de esos otros placeres más sutiles, pero que perduran, sanando el alma. La publicidad moderna es enemiga de las paradas técnicas porque cuando te paras, piensas, y si piensas, quizá no te dé por consumir. Malo para el negocio. La marca de cacao en polvo traviste la virtud de ser feliz, invirtiendo adrede el mensaje. Los chicos de Madison Avenue dieron en el centro de la diana con su eslogan fundacional: Think Small. O no pienses. Nosotros lo hacemos por ti.

Comentarios
Publicar un comentario